martes, 7 de julio de 2009

Heraldos del Evangelio - Amigos de la naturaleza

“En el tiempo en que San Francisco vivía en la ciudad de Gubbio, apareció en la región un lobo grandísimo, terrible y feroz, el cual no devoraba solamente a los animales, sino también a los hombres…”. Así da comienzo uno de los capítulos de los Fioretti (“Las florecillas”), donde se narran muchos episodios de la vida del santo de Asís. En una de sus muchas intervenciones para armonizar las criaturas de Dios con el hombre, San Francisco fue al encuentro de la temida fiera pacificándola milagrosamente.
Pero el encanto por la naturaleza no es una característica exclusiva de San Francisco. Todos los santos siempre la compartieron. La bienaventurada Ana María Taigi, se apiadaba del sufrimiento de los caballos, perros y gatos enfermos, y los bendecía y curaba. Y en el capítulo 9º del Libro de la Vida, Santa Teresa de Jesús aconseja a quien desea hacer una buena oración a prestar atención en la naturaleza: “Me ayudaba mirar los campos, al agua y a las flores. Veía en ellos trazos del Creador”.
De San Ignacio de Loyola, cuenta su biógrafo: el Padre Ribadeneyra lo siguiente: “Lo vimos de modo muy frecuente, a partir de las cosas pequeñas, levantar el alma a Dios, que es admirable hasta en las cosas menores. Viendo una planta, una hierba, una hoja, una flor, cualquier fruta; de la consideración de un gusanillo o de cualquier otro animalito, se remonta hasta los cielos y penetra en lo más interior y más remoto de los sentidos, y de cada cosita de esas sacaba doctrina y consejos muy provechosos para la instrucción de la vida espiritual”. (1.5, c.1)
¿A fin de cuentas, no fue el propio Redentor que nos exhortó a mirar los lirios del campo y los pájaros? La naturaleza facilita a los santos cantar los atributos y perfecciones divinas, y penetrar en la contemplación por amor a Dios. Bosques y campos, ríos y montañas, aves del cielo y todos los animales de la tierra proclaman no ser ellos mismos dioses y sí criaturas, sacadas de la nada por Dios, con un simple acto de su divina voluntad: ¡Fiat! (San Agustín, Confesiones, 1.11, cap. 4).
¡Será difícil encontrar personas más cariñosas con la naturaleza que los santos, y más convictamente ecologista que ellos! Su posición es un tanto más efectiva pues, aunque admiran los vegetales, animales y minerales por el bien que contienen en sí, por su belleza y por su contribución para la armonía de la Creación, ellos no se detienen únicamente en su mero aspecto material, sino que ven en esos seres las preciosas marcas del divino Autor de todas las cosas.
Así como los santos, todos nosotros estamos invitados a velar por la sabia y equilibrada preservación del tesoro ecológico que heredamos. Sirva él para recordarnos también nuestro lugar en el universo. Según el plan divino, el hombre es el rey de la Creación y debe gobernarla con sabiduría. Pero sólo hay un medio para que él se encaje entre los demás seres: siendo virtuoso. Pues así como las plantas, los animales y los minerales glorifican a Dios por el simple hecho de existir y de cumplir instintivamente sus funciones, también los hombres tienen la obligación de glorificarlo, siendo fieles al objetivo para el cual Él los crió: amándolo y sirviéndolo, haciendo el bien y procurando evitar el pecado. Sólo así podrán imitar a los santos y ser amigos de la naturaleza en toda la acepción del término.
Fuente: Revista Heraldos del Evangelio, noviembre de 2007.
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